Maurice Maeterlinck fue un dramaturgo y ensayista belga de
lengua francesa, principal exponente del teatro simbolista. Este tipo de expresión
se proclamaba “enemiga de la enseñanza, la declamación, la falsa sensibilidad y
la descripción objetiva”. Así, el mundo era para Maeterlinck un misterio por
descifrar, una fantasía que imaginar. “La vida de las abejas”, publicado en
1901, no fue su libro más famoso, pero sí que es verdad que tuvo cierta
repercusión en el ámbito científico y filosófico.
Muchos os preguntaréis: ¿cómo es esto posible? ¿Cómo se
puede acercar la frialdad de la ciencia al calor del teatro simbolista? Pues es
precisamente mediante el pensamiento y la reflexión filosófica.
Y es que Maeterlinck, con una prosa digna de los grandes
filósofos antiguos (a veces incluso tan enrevesada que cuesta seguirla), extrae
el jugo filosófico a un tema que, en el tiempo en el que este libro fue
publicado, empezaba a bullir con mucha fuerza: la apicultura.
En efecto, fue a finales del siglo XIX y principios del XX
cuando, de la mano de personalidades como François Huber, Moses Quinby o Jean
Henri Fabre (citados a lo largo del libro), se empezó a investigar a fondo la
vida de las abejas (sobre todo las abejas domésticas, Apis mellifera), no sólo con fines puramente científicos, sino
también para saber cómo tratarlas para obtener un bien muy preciado, conocido
por todos nosotros: la miel.
Metiéndonos de lleno en el libro, Maurice Maeterlinck (que
estudió durante mucho tiempo a las abejas), va desgranándonos la vida de estos
himenópteros, tanto individual como colectiva, en el panal de abejas que
representa una realidad mucho más cercana a nosotros de lo que nos queremos
creer. No hay más que ver las continuas comparaciones entre ambos mundos, que
el ser humano cree tan distantes por la simple idea de que “tenemos el cerebro
más grande y desarrollado”.
Por ejemplo, cuando la pequeña sociedad del panal de abejas
llega a la cúspide de su desarrollo, se produce la famosa “enjambrazón”, que
consiste en que, repentinamente, casi tres cuartas partes de la población de
abejas, con la regente en cabeza, abandonan la colmena en busca de otro lugar
para asentarse, para no volver jamás a casa. ¿Acaso nosotros no abandonamos
nuestros hogares (hoy día cada vez más tarde) para empezar una nueva vida lejos
de la comodidad de nuestra colmena? ¿Por qué lo hacemos? ¿Por qué nos gustan
los cambios, con lo cómodo que podría estar uno en casa?
Las abejas, además, veneran a su reina, y son capaces de
seguirla hasta el final, sin reparar en las fatales consecuencias que ello
puede acarrear. ¿En qué radica su falta repentina de razón? En la pasión que
sienten hacia ella. ¿Acaso no nos sucede a nosotros algo parecido, cuando
amamos a alguien, que no atendemos a razones lógicas y reales, sino que nos
movemos por impulsos totalmente nobles e ingenuos?
Llama la atención el capítulo dedicado a las reinas jóvenes,
ninfas reales o princesas. Las ninfas reales nacen en unas celdas especiales. A
las larvas se las alimenta especialmente bien, para que desarrollen
exageradamente sus ovarios y, por el contrario, tengan sus alas y ojos
atrofiados, por ejemplo. Nunca experimentarán el deseo al sol de sus hermanas,
morirán sin haber visitado ninguna flor y habiendo vivido en la sombra. Eso sí,
conocerán el amor al menos una vez. ¿Haríamos todo este esfuerzo nosotros, sólo
por la posibilidad de enamorarnos?
Cuando la ciudad ha quedado desierta tras la "enjambrazón", sólo
con unos pocos en la retaguardia, empiezan a nacer las “posibles o futuras”
reinas. No todas las que duermen en las celdas tienen la misma edad, ya que la
reina las ha ido rellenando de forma estratégica, para que haya un rango de edades
que asegure que haya un descendiente que la suceda en el momento indeterminado
en el cual ella tenga que marcharse.
Sorprende que la recién nacida ninfa, tras vacilar un poco, entienda
que el trono de la colmena está vacío, y que la única manera de conquistarlo es
acabar con sus rivales. De manera que se dispone a matar a sus “hermanas”,
seguramente más frágiles, más débiles que ella.
Aquí viene lo verdaderamente curioso: hay unas abejas
especializadas que “vigilan” las celdas de las ninfas. Si “El Espíritu de la
Colmena” dicta que va a haber en breves una nueva "enjambrazón" (por el motivo
que sea), no dejarán pasar a la recién nacida hacia las celdas de sus hermanas.
Las ninfas más jóvenes empezarán a comer sin parar de la
cera de las celdas, queriendo salir y enfrentarse a su frustrada hermana. Pero
las guardianas se apresurarán a poner más cera, para evitar que salgan hasta
que se produzca la "enjambrazón".
En momentos en los que el número de abejas dentro de la colmena
es pequeño, no se realizarán más "enjambrazones", y se dejará salir a todas las
ninfas (cada una en su momento). De esta manera, la ninfa más precoz matará a
sus hermanas antes de hacerse reina. Porque, ¿no hacían los antiguos reyes
humanos lo mismo? Sin embargo, cabe decir que si coinciden dos ninfas en el
mismo momento, no pelearán a muerte. Un aguijonazo puede acabar con ellas, y hay
que asegurar la continuidad de la especie. El aguijón no será clavado a no ser
que estén suficientemente seguras de que el daño no va a ser mutuo. De mientras
huirán, gritarán aterrorizadas, sabiendo del peligro al que su colmena se
enfrenta si ambas mueren.
Como podéis ver, nuestros mundos no son al final tan
diferentes: somos seres de muchedumbre, nos encanta vivir en sociedad. El individuo
es absorbido por la República de la Colmena, su vida no es nada sino un
sacrificio a la sociedad. Qué duro suena, ¿verdad? Pues os invito a hacer una
reflexión sobre lo que nosotros hacemos por la sociedad.
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